
Aquella mañana pasé miedo. Y aquello no fue miedo, fue terror.
Me levante contemplando que la anterior noche, mi lira había colgado en la pantalla del ordenador un papel roto que me decía: “La felicidad sí escribe. Hoy voy a nacer otra vez… (A tu lado)” Y descubriendo un nuevo mundo que se me planteaba como una ilusión esclarecida, fueron pasando los segundos colgados del vapor del té. Fue mañana y fue noche, porque ya no necesitaba ver, sino que el último retazo que quedará de adversidad en la brisa invernal de aquella mañana surcara viento arriba, y que el pestañeo de uno de sus tripulantes me despidiera con un pañuelo.
Pasaba el tiempo entre jazz y amebas, con nuevos y antiguos pensamientos, con un poco de tranquilidad, por fin, para poder hacer aquello. Llegaron sueños, llegaron cuentos y risas, llegaron besos y versos desversados entre el camino que una y otra vez recorren nuestras palabras, que eligen sus cruces, curvas y paradas en el transcurso de esa melodía que no puedo parar de escuchar.
Llegaron podridas las opiniones, los signos de interrogaciones, las suposiciones, los perversos juegos de verdades que buscan ser mentiras, las malas aficiones y rendiciones que quedan en desagradables caricias a nuestra propia piel. Esto, poco más o menos, esto y queda sin quedar pegado en los vacíos rincones en los que la memoria se empeña en punzar, haciendo que te duelan recuerdos que caen como cayeron las lágrimas en su momento. Llantos de niño, perdones y desperdicios, apologías que se convirtieron en esquinas de las habitaciones, calles o bulevares.
Entonces yo comprendo, pero al contemplar me encuentro con ese gesto que siempre buscan en las películas para hacer llorar, ese gesto que no pretende engañar, aunque en los mortales como nosotros, lo consiga. Dos ojos, una boca, que más que boca busco palabras para describir lo que fuera y miles de pensamientos que nadie sabrá cuales son, y entre mis entrañas que empieza a nacer esa sensación. Y no se si mi fortuna, o mi ventura, fue la que hizo que escribiera aquellas palabras en los sucios retales de mi roído corazón, pero algo nació, y no fui precisamente yo.
Abrió la puerta, la encajó y allí solo me dejó. El miedo ocupaba la mayor parte de la sangre que tenían mis venas, que con prisas me recorrían el cuerpo. Aquello fue como un picor en los ojos, un tembleque en las pestañas, trémulos los labios, una patada en el pecho, un cosquilleo doloroso en el estomago y algo más, quizá. Verdaderamente tenía prisa, aquello era como si fuese la última vez que fuera a ver esa habitación que santísimas cosas me había regalado, y yo, solo me limité a contemplarla.
Abrió la puerta, la encajó y llegó también con gesto de despedida. Se paró, miró por la ventana y volvió a mi lado. La besé tantas veces como pude, la contemple de arriba abajo, acaricié su cintura y me escondí debajo de su pelo, como si fuera la última vez, cuando me levanté, me abroché y me marché.
Ando con el pecho en movimiento, esperando el momento, sabiendo de que debo reaccionar en este argumento del cuento, en esta narración o relato que consta de todos nuestros ratos cada vez más vivos, y ahora se que debo reaccionar, que no se si podré elegir o tener que zarpar, que el barco se va, que el viento hoy, no esta a favor, y sin saber siquiera de acabo de nacer (junto a ti).
Hoy no me quiero despedir.
“Hay días que parece que nunca se va a apagar el sol, y otros son más tristes que una despedida en la estación. Es igual que nuestras vidas, que cuando todo va bien, un día tuerces una esquina y te tuerces tu también”
1 comentario:
Ya entiendo la canción.
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