jueves, 8 de enero de 2009

“Cuéntame un cuento…”


Era una despensa hambrienta en la pequeña casita de madera, dentro de la casa, dentro de la ciudad, dentro del mundo, dentro del universo, dentro de… Era un estante en la inocente despensa, en los que la concurrencia se repartía en la fragua que la separaba del exterior. Era una concurrencia de recipientes, llenos y vacíos, coloridos y descoloridos, feos y bonitos, lisos, o con sus detallitos, transparentes, translucidos, y quizá opacos. Eran mermelada de sabores, almíbar, salitre y azúcar. Eran solo, tarritos de cristal.

Era la despensa solo despensa, cuento escuchado por niños y viejos, lugar de sueño y realidad, de suposiciones y hechos supuestos. Era relato plano en la noche, era descripción de palabras mías y de las otras tuyas. Era transito del transito creado por palabras que no eran mas que ruidos del cristal chocando, no más que eso. No era más que jardín de flores mustias creyendo ser damas de noches y nardos narcisos.

Era el estante hecho para los frascos, pero no los frascos hechos para el estante. Era estructura imperfecta dentro del “perfecto”, fría, dura, áspera, estoica, impasible, amarga, y plana, muy plana. Alumbrada por luces de neón, olía a humedad y cerrado, irrespirable, hacía que las bocas tosieran y los ojos lloraran.

Eran muchos los frascos en la oscuridad de la despensa, vidriosos reflejaban los pocos destellos que de la poca luz recibían. Eran muchos los frascos en los estantes de arriba, ya que no había que agacharse para cogerlos, pero muy pocos en los de abajo, olvidados por el olvido, llenos de polvo por fuera, púdranse finalmente por dentro. Tarritos que salían y que brevemente eran sustituidos por otros, o por lo menos casi siempre, otras no volvían (quizá porque ya no gustaran, o porque fueran viejos), o muchas veces, volvían demasiado tarde, ansioso el niño de su sabor.

Ruido en la despensa sonaba constante, en la musiquilla del vidrio, chocando los tarritos unos con otros. Unos quebrabanse y quizá se les escapase algo de su intrínseco, otros quedaban juntos hasta que esas malditas manos los separaran sin remedio. A veces, en los rincones del estante, si callabas por un instante, podías escuchar la triste pero deseada melodía del silencio, pero estos rincones, casi siempre carentes de botes, se sentían solos por ese miedo latente que invadía al mara, por esta… ausencia. Posiblemente estas esquinitas, estuvieran mucho mejor así.

Era una despensa en la que poco pasaba, donde el tiempo no se distinguía, cuando el olvido no recordaba, porque los tarros cada vez más se rompían. El descuido, cada vez más, con ellos se arrumaba, y los frasco vacíos, cada vez más abundaban. Telarañas el techo tapaban, un día, se estropeo la persiana, y los tarros siguieron en calma.

El lugar donde nunca ocurrió nada, donde la duda se preguntaba:

Y ahora ¿Qué?

“Y colorín colorado, este cuento no ha empezado…”

“El amor en conserva se caduca”

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